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  • Dios te Bendiga
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  • Nunca conocí a mi abuelo materno. Él murió en un siniestro aéreo cuando mi madre, tercera hija de cinco, tenía alrededor de cinco o seis años. Desde ese accidente doloroso, mi abuela le veía caminando alrededor de la casa, le escuchaba y conversaba con él en sueños. Al no haberle tenido nunca conmigo, me encantaba escuchar historias sobre él, y dichos relatos no databan sólo se sus aventuras en vida, sino también de sus apariciones luego de ella. ¡Aún cuando yo apenas encendía el aparatejo ese! Pero mi abuela sí me creyó.
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  • Nunca conocí a mi abuelo materno. Él murió en un siniestro aéreo cuando mi madre, tercera hija de cinco, tenía alrededor de cinco o seis años. Desde ese accidente doloroso, mi abuela le veía caminando alrededor de la casa, le escuchaba y conversaba con él en sueños. Al no haberle tenido nunca conmigo, me encantaba escuchar historias sobre él, y dichos relatos no databan sólo se sus aventuras en vida, sino también de sus apariciones luego de ella. La abuela me contó sobre aquella vez en la que escuchó al abuelo susurrar el número ganador de la lotería en su oído, y cómo ella en su asombro no lo compró y perdió tan grande oportunidad. Me habló también de la vez en la que en un sueño, él le hizo saber de una irritación grave que tenía mi madre, en ese entonces niña, en la cabeza, y que mi abuela comprobó era real al despertar y revisarla. Conforme pasaba el tiempo, yo también comencé a presenciar las apariciones; no le hablaba en sueños ni similar, pero sí veía al hombre de las fotos caminando por la casa, marcando el eco de su paso apresurado en el silencio de los pasillos solitarios, en especial cuando no había nadie más conmigo en casa. Una vez, al apagar las luces del baño, le vi detrás de mí en el reflejo del espejo; para ese entonces era muy pequeña y no supe cómo reaccionar. Recuerdo claramente que grité casi al punto de quedar muda, y corrí llorando a los brazos de mi madre. Sin embargo, al contarle a ella y a mis tías lo sucedido, me dieron por loca, atribuyéndolo a mi gran imaginación y a que "veía mucha televisión". ¡Aún cuando yo apenas encendía el aparatejo ese! Pero mi abuela sí me creyó. Ahora, he pasado por otras experiencias más directas, días después de mi cumpleaños número quince, que me han dado mayor cercanía a mi abuela de la que ya tenía. Estaba en cama. Me encontraba destrozada luego del dolor agónico que había sufrido el día anterior, por el que grité, lloré, reí, canté y me retorcí asustando a mis familiares, señalando seres invisibles para los demás en la habitación, aterrándome por ellos y revolviéndome en mayor malestar cuando estos me tocaban. Calmé luego de que me llevaran a rastras al hospital, aunque la enfermera pensó que era un paciente psiquiátrico. Desde ese momento, he perdido mis fuerzas y hoy apenas voy recuperándolas. Vuelvo al día siguiente de eso, cuando me hallaba acostada en el cuarto de mi abuela. No podía ver claramente: mi vista era borrosa, las imágenes estaban deformadas. Veía luces, sombras, y debía permanecer con los ojos cerrados. Pasaba (y aún paso) por una hiperestesia auditiva, que sólo aumentaba más y más mi jaqueca. Cualquier sonido, cualquier voz, todo me dolía; por ello me encerré sola en aquella habitación. De un momento a otro, sentí una presencia en el lugar, pero desconfiaba de la veracidad de esta al no escuchar nunca la ruidosa puerta de bisagras oxidadas abrirse. Alguien se sentó al borde de la cama. Pregunté si era mi madre, o mi abuela o alguna de mis tías, pero cuando extendí el brazo para tocarle, no sentí nada. Abrí los ojos aguantando el dolor, y no había nadie. Estaba sola, completamente sola; la presencia desapareció tan rápido como vino. Estando en mi habitación con mis familiares, les conté de mi experiencia y de hecho, concordaron en que posiblemente era el abuelo. Luego de un rato de conversación, me dejaron nuevamente sola. Me encontraba entonces sentada en el borde de la cama, en medio de la oscuridad apenas rota por una luz pobre proveniente de una lámpara de noche que acechaba bajo la mesa auxiliar, con intención de no iluminar demasiado para no lastimarme. Tenía lo ojos vendados para evitar el dolor que la luz me provocaba, y bebía de un vaso algún líquido que ahora no recuerdo: quizás agua, tal vez jugo o leche, incluso pudo haber sido una de esas medicinas que me dieron. En la sensibilidad de mis oídos, oí pasos ligeros, flotantes, y sentí a alguien conmigo en la habitación. Pregunté por la abuela, por mi madre, por mis tías: no hubo respuesta. Luego de un silencio pesado, esa persona se sentó a mi lado. Giré el rostro en dirección al lugar en el que sentía que estaba, y luego de tragar en seco para darme valor, pregunté por mi abuelo. Una mano fría, pero de tacto cariñoso, recorrió mi mejilla con suavidad a modo de caricia. No era una sensación desagradable, pero sí inquietante. Se mantuvo allí por uno segundos más, hasta que se separó de mí y desapareció la presencia de nuevo. Apenas me hallé sola, me invadió el pánico; uno tan grande que sólo podía compararse con la vez en la que si al hombre en el espejo. Llamé a mi abuela a gritos mientras sollozaba y empapaba los vendajes de mis ojos en lágrimas. Sólo unos segundos (que para mí fueron eternos) pasaron para que mis familiares llegaran alarmados en mi ayuda. Les conté lo que había pasado entre balbuceos, pero esta vez no me creyeron y dijeron que los medicamentos habían sido muy fuertes para mi cuerpo, o que el aislarme de la vista me jugaba una mala broma con mis otros sentidos. Cuando pude calmarme se fueron, todas menos mi abuela que quedó a mi lado. Tomó mi mano, y me dijo que me calmara puesto que finalmente estaba conociendo a aquel familiar tan importante, del que hasta ahora sólo había conocido parte de su obra. Esa noche dormí tranquila. A la mañana siguiente, estaba yo de nuevo en el cuarto de mi abuela. Mi vista aún era torpe y confusa, y me encontraba en completo silencio recostada de la cama, fijando mi pobre mirada en las viejas fotografías familiares que se encontraban encima del gavetero. No entendía ninguna de las imágenes, aunque de hecho me las sabía de memoria, pero algo me impulsaba a poner ese recuerdo en los marcos e imaginar verlas en la realidad; en especial, aquella foto que presentaba a mi joven abuelo. Repentinamente, la presencia volvió. No le sentí sentarse como antes, no me tocó tampoco; y yo no intenté alcanzarle. Miré en dirección a ella, o mejor dicho, a él; busqué las palabras indicadas para darle. Sí, le quería hablar, pero no encontré nada más apropiado que pedirle la bendición a mi abuelo. No hizo nada, pero no se fue sino hasta que alguien entró al cuarto. Estuvo conmigo todo el tiempo hasta eso. Horas más tarde, estaba afuera esperando a mi madre. Minutos antes estaba sentada conmigo en la banca acolchada, pero había entrado con la intención de traerle fruta a la hija que en esos instantes, era más dependiente de los otros que ella misma. No podía caminar sola, y aunque mi vista mejoró, veía mi alrededor con la misma nitidez con la que miraba los confusos retratos. Sin embargo, ahora sin mucha dolencia ante la luz podía disfrutar del ambiente. Escuchaba el viento sacudir las hojas secas, el canto de las aves, y miraba la interesante mezcla borrosa de los colores vivos del jardín y las siluetas de las plantas. Me deleitaba con los trazos imaginarios que dejaban las mariposas con su vuelo, ladeaba suavemente la cabeza ante la veloz sombra que dejaba un colibrí en su faena alimenticia, identificaba algunas otras aves, como turpiales y potoquitas que venían a comer del jardín, aunque más por el tono de su canto que por su apariencia, pues me costaba diferenciar las plumas de cada especie en mi media ceguera. Olía a tierra mojada y el aire se tornó húmedo y frío, así que supuse debía estar lloviznando. Fue allí cuando sentí aquella presencia de nuevo. La percibía frente de mí, pero en pocos instantes estaba a mi lado. Una voz masculina suave y cálida, susurrante y familiar, se posó en mis oídos sin lastimarlos con aquella simple respuesta a mi pasada petición: "Dios te bendiga, hija". No tuve tiempo de responder el correspondiente "Amén", cuando me hallé sola de nuevo, y sonreí mirando a la nada mientras mi madre llegaba con un tazón lleno de trozos de melón.