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  • Incendio en casa
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  • thumb|219px“Las llamas se habían levantado tanto que amenazaban con tocar el cielo. Las ventanas escupían llamaradas. La muchedumbre se reunía murmurando asustada, preocupada, curiosa, mirando como en aquella fría noche de noviembre… el fuego lo consumía todo.” Levantó su pequeño y lastimado dedo, tembloroso apuntaba hacía la cómoda. Capté enseguida su mensaje, y rápidamente acerque el vaso de agua a su boca, la cual dificultosamente bebió poco a poco mientras el reloj marcaba cada segundo. Y con cada segundo el dolor en mi pecho se acrecentaba.
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  • thumb|219px“Las llamas se habían levantado tanto que amenazaban con tocar el cielo. Las ventanas escupían llamaradas. La muchedumbre se reunía murmurando asustada, preocupada, curiosa, mirando como en aquella fría noche de noviembre… el fuego lo consumía todo.” Levantó su pequeño y lastimado dedo, tembloroso apuntaba hacía la cómoda. Capté enseguida su mensaje, y rápidamente acerque el vaso de agua a su boca, la cual dificultosamente bebió poco a poco mientras el reloj marcaba cada segundo. Y con cada segundo el dolor en mi pecho se acrecentaba. Os voy a contar como es que sucedió todo, tratare de ser breve, ya que la hora de visita podría terminar pronto. Tratare de que mi voz no tiemble mucho, y de que mis ojos no derramen muchas lágrimas… Después de todo, hoy acabara este gran horror. Nací, crecí, y di a luz a mi pequeña Elizabeth. La sostuve en mis brazos cuando abrió por primera vez sus negruzcos ojos. Creció siendo una niña poco problemática. Sobre su comportamiento no recibí queja alguna, sobre sus notas no tuve disgustos o sorpresas. Y si los hubiera habido, no podría haberme enojado jamás con semejante criatura. Era la niña más hermosa que se hubiera visto jamás. Su carita era como un copo de nieve, blanca y delicada. Su cabello largo y oscuro, lacio caía por su espalda como una cascada, su boca sonreía todo el tiempo mostrando la calidez de su inocente corazón. Las cosas siempre fueron maravillosas durante los primeros seis años. Después vinieron los problemas. Robert fue el hombre con el que anhelaba pasar la eternidad, el hombre con el que me case, y el hombre que mi Elizabeth llamaba papá. El cual trabajaba duro todos los días para traer el pan a la casa, y que un día sin previo aviso fue despedido. Tras su despido comencé a trabajar. Trabajaba duro para no apagar la sonrisa de mi pequeña Elizabeth. Robert busco empleo por meses, al ver que las ofertas de trabajo eran escasas —casi inexistentes— comenzó a decaer pronto en una pequeña depresión. Durante las noches bajaba al sótano y escribía durante horas, pintaba y bebía hasta dejar vacías botellas enteras de licor. Bajar y enfrentarse con todo eso era un infierno. Extraños dibujos colgaban de las paredes, miles de hojas de papel yacían esparcidas en el suelo, con millones de palabras que si uno se ponía a leer, se daba cuenta de que no contenían significado alguno. Las botellas vacías se acumulaban en las esquinas, y bajo la luz de la bombilla se podía ver cada noche a Robert desmayado, con sus ojos rojos, con sus marcas de llanto y sus manos lastimadas. Todas las noches lo ayudaba a reincorporarse, a llegar hasta la cama, a bañarse y comer algo. —Todo saldrá bien…Pronto conseguirás empleo, no tienes por qué preocuparte por aquello, no estamos en crisis, solo estamos en un pequeño receso— Solía decirle, mientras el juraba que aquello jamás volvería a pasar. El sol salía y la luna llegaba y Robert seguía inconsciente bajo la luz de la bombilla. Si tan solo hubiera llevado a Elizabeth a casa de mi madre un día antes, solo un día antes. Si tan solo hubiera actuado veinticuatro horas antes, todo seguiría bien. Había planeado mudarme un tiempo a casa de mi madre, Robert empeoraba, y aunque los problemas siempre llegaban de noche, cuando Elizabeth dormía, y soñaba, algo en su rostro me decía que lo sabía, que sabía exactamente que algo estaba mal, que papá no era el mismo. Esa misma noche llegaría del trabajo, cogeríamos las maletas y nos iríamos. Pero esa noche jamás llegó. El supermercado escaseaba en gente, uno que otro cliente llegaba y compraba algo, y yo como cajera cobraba y sonreía. Las horas pasaron y era hora de regresar a casa. Las calles estaban vacías, el aire soplaba, y el frío era casi insoportable, mis manos temblaban y mi boca expulsaba humo. Mi bolsillo comenzó a vibrar, mi teléfono dejo escapar una linda sinfonía, conteste y todo se desvaneció ante mis ojos. “¡Casa!... ¡Incendio! … ¡Robert! … ¡Elizabeth! …. ¡Elizabeth!” “¡Elizabeth!” Solté el teléfono y mis piernas comenzaron a correr, un pie tras otro, derecha, izquierda, a toda velocidad. Cuando estaba cerca lo vi. Las llamas se levantaban, el humo se elevaba, la casa ardía, se derrumbaba, se convertía en escombros, se convertía en “Nada” Los vecinos al verme llegar corrieron hacía mí, me era imposible entender las miles de voces que desesperadamente trataban de decir algo. “Incendio…Robert…Incendio…Robert…blablá…blablá…más gritos… más palabras inentendibles” Después comprendí su mensaje. Después comprendí la situación. Robert había muerto. El incendio se había iniciado por su culpa. Bebía en el sótano. Ya fuera de sí, comenzó a agitar la botella, esparciendo su líquido por todas partes, llenando las hojas de papel, y los cuadros en las paredes. Encendió una cerilla para darle vida a un cigarrillo, la lanzó al suelo y el lugar ardió en pocos segundos. El techo se le vino encima después de que decidió permanecer allí tirado, mirando las llamas, y maldiciendo a todo mundo, pero en especial al jefe de la empresa para la cual trabajaba. Pero nada de eso importaba, Robert podía pudrirse en lo más profundo del averno, lo que importaba era “Elizabeth”. Corrí y me abrí paso entre empujones. Un corpulento hombre que vestía un traje rojo sostenía a mi pequeña entre sus brazos. Después de ver una insignia de “Salamandra” en su hombro, me di cuenta de que se trataba de un bombero. Las luces rojas y azules comenzaron a alumbrar toda la calle, la ambulancia se acercaba. El agua arremetía contra las llamas, pero estas no cedían, pero tampoco la casa importaba. Recostaron a mi pequeña y se la llevaron en una camilla. Y aquí estoy hoy, contándoles esto desde una sala de hospital. En mi bolso cargo con un kit de jeringuillas y un envase lleno de Quita sarro. Cuando el bombero recostó a mi hija, mi mundo se vino abajo. Su linda carita, blanca como la nieve, era ahora un pedazo de carne chamuscada, un carbón que filtraba sangre, su nariz ya no estaba en donde debería estar. Su largo y negruzco cabello se consumió por las llamas, ahora toda su cabeza estaba cubierta por llagas y ronchas gigantescas. Su boca ya no sonreía. Y sus ojos estaban teñidos de rojo. Los doctores cubrieron su rostro y su cuerpo con vendas. Paso aquí la mayor parte del día, cuando no está gritando o retorciéndose de dolor —Cuando está calmada— Canto para ella. Aunque el vendaje cubra sus ojos, sé que me está mirando, sé que sus ojos dejan caer lágrimas que después empapan las vendas. Aunque el vendaje cubra su boca, sé que en ella no anida una brillante y cálida sonrisa. Y aunque el vendaje cubra su pecho, sé que nada late ya allí dentro. Hoy estoy aquí para darle fin a todo esto. Como ya dije en mi bolso cargo con un kit de jeringuillas y con un envase lleno de Quita sarro. Esto bastará para poner a mi linda Elizabeth a dormir. Su belleza se marchitó, su felicidad se esfumó, su sonrisa desapareció, y así como las llamas llegaron para quitarle todo eso, yo he venido para quitarle su dolor. Categoría:Mentes trastornadas