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  • La venganza de Anya
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  • La vieja juguetería abandonada se mostraba tan sucia y polvorienta que hasta daba asco. Las paredes, de madera, se veían rotas y oxidadas, los vidrios, rotos o inexistentes, dejaban entrar gélidas corrientes de aire. El inmobiliario, piso y techo parecían a punto de desmoronarse. Las ratas y las cucarachas correteaban libremente por el local, siempre evitando las numerosas telarañas que enmarcaban indecorosamente la gran mayoría de huecos, esquinas y agujeros que se notaban a lo largo y ancho de todo el lugar. -Es la quinta. Y ni siquiera lo conoces- apuntó el joven. -Ah, ya despertaron.
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  • La vieja juguetería abandonada se mostraba tan sucia y polvorienta que hasta daba asco. Las paredes, de madera, se veían rotas y oxidadas, los vidrios, rotos o inexistentes, dejaban entrar gélidas corrientes de aire. El inmobiliario, piso y techo parecían a punto de desmoronarse. Las ratas y las cucarachas correteaban libremente por el local, siempre evitando las numerosas telarañas que enmarcaban indecorosamente la gran mayoría de huecos, esquinas y agujeros que se notaban a lo largo y ancho de todo el lugar. Todo esto no era nada comparado con las docenas de muñecos que reposaban en las estanterías, todos viejos, sucios y tan espantosamente mutilados quemás que miedo reflejaban dolor; cabezas partidas por la mitad, como por un martillo; brazos rotos y medio reparados por hilos y parches; el cuerpo de los muñecos, ya sea de madera o algodón, se mostraban deshechos, y algunos hasta tenían cuchillos, hojas de navaja y pedazos de vidrio clavados por todas partes. Eran ocho o nueve de ellos, todos harapientos, viejos y medio drogados, avanzando torpemente entre los escombros, la oscuridad y el mareo, clásico de los borrachos después de una noche festiva. -¿Estás seguro que era aquí?- Preguntó uno, aparentemente muerto de sueño, tan desorientado que no hubiera diferenciado una botella de alcohol de una de vino ni aunque le diesen la respuesta. -Si… creo que sí. No perdemos nada con intentar- respondió otro, de unos 18 años, más despierto que el resto, vestido con pantalones de mezclilla rotos, tenis viejos y una gorra parchada con agujas de fuera. Camisa negra y tatuajes de serpientes en los brazos, que se veían más reales de lejos que de cerca. -Es la… ¿Tercera? La tercera tienda a la que entramos, y si llegamos tarde… el jefe se enojará con nosotros… y ya saben cómo se pone si nos tardamos… -Es la quinta. Y ni siquiera lo conoces- apuntó el joven. A pesar de todo, los hombres entraron al lugar. Hacia unas semanas habían sido contratados para ir a ese preciso lugar y matar a alguien que ellos desconocían. Les prometieron cierta cantidad de marihuana a cada uno, y accedieron al instante. Al cruzar escucharon unos sollozos provenientes de una habitación adyacente, y el chico cerró la puerta a sus espaldas. -¡Hey! ¿Qué crees que haces, renacuajo?- gruñó en dirección al joven uno de los hombres, viejo, barbudo y medio visco. -¿Y si trata de escapar? Mejor cállate y ayúdame a atrancar la puerta. No querrás fracasar y perderte el mejor viaje de tu vida, ¿verdad? El anciano gruñó de nuevo y lo ayudó a mover un baúl para bloquear la salida. -Apúrense ustedes dos, que no tenemos toda la puta noche- apremió una mujer con voz ronca, casi desgarrada. Al cabo de unos instantes entraron en una habitación un tanto más despejada que el resto, pero tan oscura y polvorienta como las otras, o hasta puede que un poco menos. Se acercaron todos al fondo de la habitación, al rincón del que provenía el llanto, y se encontraron con un flaco bultito tembloroso, parecido a un niño desnutrido y sediento. Del cinturón y las mangas se sacaron cuchillos, navajas y fierros, y se encaminaron para cumplir con su deber. Un hombre se adelantó confiadamente, preparado para terminar el trabajo cuanto antes. Se arrodilló y tomó el arma con firmeza, alzó el brazo y descendió el puño con fuerza. El piso se manchó de rojo al instante, y media cabeza cayó el piso, derramándose sobre la alfombra, con el cadáver del hombre sucumbiendo detrás de ella, empapado de sangre. La figurilla negra, que segundos antes lloraba desconsoladamente, se levantó y dio la vuelta. Se trataba de una marioneta, de casi un metro de altura, vestido de traje y con un sombrero adornado por una pluma violeta. Su cara, completamente pálida, era un círculo con un gran corazón blanco a modo de boca, y los dientes, parecían tallados a base de cuchilladas, marcadas las grietas con pintura roja. Tenía los ojos cerrados, pero se le notaban los párpados, marcados de negro. Abrió la boca un par de centímetros, y rió quedamente, una risita siniestra que paralizó al instante el corazón de los tipos. El muñeco levantó el brazo derecho por encima de su cabeza, hacia ellos. De su mano colgaban tiras de hilos, con plumas de colores y agujas atadas por doquier, sujetando, entre todas, el brazo mutilado del hombre muerto, con los hilos y agujas atravesando la carne de lado a lado, y las plumas, moviéndose lentamente, parecía que bailaran de gozo. En las estanterías, los muñecos se levantaron; algunos bajaron al piso, otros se quedaron donde estaban, y unos cuantos saltaron y quedaron colgando de algunas cuerdas sobresalientes del techo. Los hombres, presas del pánico, estaban tan rígidos como árboles, incapaces de reaccionar ante el peligro creciente. Uno de los hombres intentó retroceder, pero tropezó con lo que parecía una pelota medio desinflada, rellena de algodón y con decenas de agujas atadas alrededor del hule, y manos de muñecas atadas con hilos. La pelota se enredó en la pantorrilla del hombre, clavándole los alfileres hasta llegar al hueso. El resto de los juguetes se tiraron al unísono sobre los hombres, pegándoseles a la ropa como cucarachas; uno de ellos, similar a un escarabajo, del tamaño de una almohada y con cuchillos en las patas, golpeó en la espalda de un tipo, desgarrándole el vientre y el pecho a cuchillazos, y ahorcándolo con hilos provenientes de la boca del títere mutilado. El resto de los hombres o se debatían o huían de los títeres, horrorizados, dejando atrás a sus compañeros moribundos. Siete u ocho de ellos lograron salir de la habitación, hacia la entrada, pero un par de ellos sucumbieron antes de la mitad del camino, por el resto de juguetes de la zona principal de la tienda, mucho más agresivos que los otros. Del cofre que bloqueaba la puerta salió corriendo un rottweiler enorme, con pedazos de navajas a modo de bozal, hilos y aguja deformándoles la cara, y puntas de cuchillos en las garras. Detrás de él apareció un peluche, azul oscuro y desgreñado, con una trampa para osos a modo de boca, y grandes patas similares a las de un rinoceronte de juguete. El perro saltó y le desgarró el brazo a un hombre, y el muñeco fue le arrancó la pierna a otro de ellos. Un trío de hombres, que muy a penas lograron escapar parcialmente ilesos del lugar, se dirigieron corriendo a las ventanas, intentando salvar la vida. El chico joven, al ver que huían, tiró un golpe al frente con fuerza, y sus tatuajes salieron disparados en forma de látigos, sujetando a los individuos con fuerza, obligándolos a tropezar y retroceder entre llantos de dolor y de miedo. -¡Smile, acabalo!- ordenó el chico, y el perro saltó sobre uno de los sujetos, deshaciéndole la cara a mordidas. Ambos jóvenes se acercaron tranquilamente a los dos hombres que quedaban, animados por la reciente victoria. Los fuertes gritos de dolor despertaron a los hombres, y se descubrieron atados con cadenas. El lugar donde se encontraban era lo que parecía un sótano enorme, perfectamente iluminado, quizás con la intención de que cada uno pudiera ver claramente los cuerpos mutilados y sangrantes de sus compañeros. En el centro de la habitación había una mesa de madera, cubierta por completo de manchones carmesí. Sobre la mesa se encontraba el cuerpo deformado de uno de los hombres, con algunos muñecos cortándolo y metiéndole excrementos y aceite hirviendo dentro de las heridas, ojos y boca. En una esquina había un bulto que se retorcía de dolor, cubierto de vendas y suplicando ayuda. La chica estaba sentada en un sillón, con las piernas cruzadas y uno de los muñecos, roto, entre los brazos. Volteó a mirar a los hombres, con los ojos llenos de tristeza. -Lo rompieron- susurró, a punto de echarse a llorar. Una puerta se abrió al fondo de la habitación, y apareció el otro joven, con los brazos cruzados detrás de la espalda. Lo seguían su perro y un par de marionetas desfiguradas pisándole los talones. Ahora vestía una camisa roja, ya no se le veían los tatuajes y sus tenis y pantalones ya no estaban rotos. Se había quitado la gorra. -Ah, ya despertaron. -¿Q… quién eres tú… qué quieres de nosotros?- Preguntó uno de los encadenados, presa del pánico. -Yo soy Alexander, y ella, mi novia, Anya- se presentó él, señalando a la chica.- ¿Que qué queremos? Es simple. Tan simple como tú y tus amigos, tan simple como tu absurda existencia, y tan simple como una sola palabra; queremos venganza. -… ¿Venganza? -Sí. Por si no lo recuerdan, fueron ustedes los que lastimaron a Anya hace unos meses. ¿No lo recuerdan? -Yo… nosotros no conocemos a esa mujer. -Anya, ¿podrías venir y explicarles lo que pasó ese día?- pidió Alexander. La joven dejó al muñeco cuidadosamente sobre el sofá, temiendo que pudiera lastimarse más, y fue a donde la llamaban. -¿No la reconocen?- preguntó el chico con voz gélida. -¡NO! ¡Jamás la he visto en mi vida! ¡Lo juro! –gritó un hombre, casi suplicando. Alexander extendió una mano, posando la punta de los dedos suavemente sobre la cara de la chica, y los deslizó hacia abajo con ternura, cerrando la mano, como si estuviese sujetando algo, mientras una fina capa de seda se desprendía lentamente de la cara de Anya, dejando ver un par de manchas negras rectangulares en las mejillas, frente y cuello. Alex repitió el proceso con las manos de la chica, arrodillándose, mostrando decenas de manchas más a lo largo de los brazos. -¿Ahora recuerdan?- preguntó el joven, aún de rodillas- Tiene decenas de estos por todo el cuerpo. Fueron ustedes, que la tomaron y le arrancaron la ropa a cuchilladas hace poco más de un mes. La dejaron abandonada en una habitación, y ella se vio obligada a parcharse las heridas para evitar morir desangrada- Alexander apretó la mano de su novia, como si a él mismo le doliera el solo imaginarse la escena. Los otros tipos se le quedaron mirando, mudos de asombro. -¿Qué… vas a hacernos?- tartamudeó uno, temblando de miedo. -¿Nos harás lo mismo que a ellos?- preguntó otro, señalando con la barbilla al cuerpo inerte que se encontraba sobre la mesa. -No, a ese lo desollamos con aceite por partirle una pierna a uno de mis muñecos- dijo Anya, negando con la cabeza. -A ustedes los vamos a anestesiar- aclaró Alex, levantándose. -Anestesiarnos….- murmuró uno de los hombres, como si no supiera lo que eso significaba. -Así es- asintió Anya, recogiendo al rottweiler del piso- Smile y mis muñecos se encargaran de acuchillarlos hasta desmallarse, los anestesiamos, les cosemos las heridas y los dejamos encerrados durante días, viendo como recurren al canibalismo para no morir de hambre. Y eso hicieron. El proceso tardó varias horas en realizarse, y, al final todo salió según lo planeado, a excepción de una cosa: Alexander decidió ponerles máscaras y usar sus hilos para convertirlos en esclavos, de esta forma seguirían sufriendo por más tiempo, y servirían para algo útil, en lugar de solo entretenerlos por unas semanas. Fue así como Alexander y Anya consiguieron vengarse de sus agresores, consiguiendo unos cuantos títeres-zombi a su paso, volviéndolos psicópatas a través de la tortura, entrenándolos para asesinar y despellejar a sus enemigos, y sobre todas las cosas, a obedecer, acatar órdenes sin reprochar, si quejarse de nada. Porque los hombres sabían que, si desobedecían o hacían algo mal, Alexander se enfadaría. Y ellos preferirían mil veces ser desollados antes que ver enojado a su nuevo amo.