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  • La novia
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  • Texto cedido por el autor. Ahora este texto pierde todo copyright e ingresa como CC-BY-SA, por lo que puede ser copiado, modificado, leído por todos e incluso explotado comercialmente, desde que se dé la correcta atribución. ―¿Te gustaría ir a uno de los moteles que están a un par de kilómetros de aquí? ―No te preocupes, que voy a estar a las ocho en punto.
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  • Texto cedido por el autor. Ahora este texto pierde todo copyright e ingresa como CC-BY-SA, por lo que puede ser copiado, modificado, leído por todos e incluso explotado comercialmente, desde que se dé la correcta atribución. Iba manejando a toda velocidad por la autopista de circunvalación de mi ciudad cuando, de repente, el auto comenzó a toser y, sin previo aviso, se detuvo. Apenas alcancé a desviarlo hacia la berma y tuve suerte, pues lo hice con la habilidad suficiente como para no causar un accidente, de los que ya he tenido varios. Volvía de la casa de mi modisto, emplazada en una urbanización en las afueras del casco urbano. El motivo por el que lo visité fue para recoger mi vestido de novia. Ese día me casaría con el “hombre de mis sueños”, el magnate industrial Carlos Narciso Mesonero de Pereda, poseedor de una de las fortunas más grandes del país. En fin, la suerte me sonreía, excepto en lo concerniente a manejar vehículos, ya que la causa de la pana que me detuvo era la más simple que le puede suceder a un conductor: me había quedado sin gasolina. Eso era todo, mas estaba botada en medio de una autopista y para colmo mi teléfono celular tenía la batería descargada. Soy un desastre en cuanto a previsión. No lo puedo negar. Me apeé y ya me estaba haciendo a la idea de caminar hasta la próxima estación de servicio a pedir ayuda, lo cual significaba unos buenos kilómetros de marcha, azotada por el inclemente sol primaveral, cuando sorpresivamente un vehículo se estacionó delante del mío. Al menos en eso estaba de suerte. ¿O sería la vistosa minifalda que dejaba ver mis esbeltas piernas? No lo sabría hasta que no viera quién era el o la conductora. Caminé unos pasos en dirección al vehículo estacionado, pero antes de eso se abrió la puerta del conductor y, del interior, emergió un individuo de edad mediana y relativamente apuesto. Con un semblante sonriente, me preguntó acerca de lo que me pasó. Se lo conté con cierta pena y un poquito de vergüenza. Es que a nadie le gusta admitir que es despistado. Y yo siempre lo he sido. El hombre me miró con la mejor de sus sonrisas y me invitó a subir a su automóvil, con la oferta que me podía llevar sin problemas hasta la próxima gasolinera, y que allí no sería difícil conseguir un bidón para traer algo de combustible hasta el lugar de mis tragedias. A mí me pareció bueno el ofrecimiento y subí sin chistar, dejando en el portamaletas de mi transporte el vestido de novia que luciría esa noche en la catedral y, posteriormente, en el Country Club Las Heras ante más de mil quinientos invitados, incluyendo entre ellos al presidente de la república y al primer ministro. Todas las personalidades del país estarían presentes en un evento de tal magnitud, y por supuesto no podría faltar el cardenal Diego Solís y Solís, primado de la iglesia de la nación, y que era el clérigo que me casaría aquella noche. Ese gordito nunca se perdía la oportunidad de estar en todas las fiestas, especialmente en las que asistían querubines jóvenes y hermosos, tal como a él le gustaban. Seguramente ya andaba cansado de tanto seminarista afeminado que pululaba en su entorno y de darle el culo al arzobispo Horacio Valladares de la Fuente, que según las malas lenguas, y las no tan malas también, era desde siempre su amante. A mí me daba exactamente lo mismo lo que hiciera el cardenal con su ano, que no era más que un agujero diariamente taladrado por brocas de todos los tamaños y grosores, y escondido entre sus nalgas obesas y antiestéticas. El que se arriesgaba a enfermar de Sida era él. Volviendo a lo de mi anfitrión, me senté en el asiento del lado derecho y esperé a que partiera. No tardó más de unos segundos en hacerlo. Mientras conducía le miré las manos y no llevaba anillo de casado. ¿Lo sería? Tal vez era divorciado o bien podía ser soltero. No me atreví a preguntárselo. Me conversó sobre temas triviales, aunque noté un creciente interés de su parte en fijarse en mis piernas. ¿Qué se puede hacer en esas circunstancias? ¿Pedirle que pare y bajarme? Ni muerta. Lo único que me importaba era llegar a tiempo para dormir una buena siesta y más tarde levantarme para que mis asistentes me preparen, peinen y maquillen para la boda. No iba a estropear mi itinerario porque un desconocido se fijaba en mis piernas. Eso pensaba, hasta que el tipo pasó de la observación visual a posar una mano sobre mi muslo izquierdo. Y con la otra seguía conduciendo como si nada. Se notaba que estaba acostumbrado a hacerlo. Bueno, internamente pensé en protestar, pero me di cuenta de que no serviría y, además, el manoseo la verdad es que me gustó bastante. Así que no le dije nada. Lo dejé seguir. Miré subrepticiamente hacia la izquierda y noté un bultito bien crecido debajo de la cremallera de su pantalón. Me pareció bien que disfrutara tocándome, algo que no podría esperar ni de mi novio, cuyo único pasatiempo era ir a misa o rezar incesantemente. No lo culpo, así fue educado y tampoco conocía otra realidad distinta. La mano del conductor siguió subiendo con suma habilidad por mi entrepierna y, a medida que se acercaba al fondo, mi vulva se humedecía hasta mojar el vestido. Comencé a sentir algo muy rico en mi cosita y tuve que tragar saliva para no jadear. Esa mano gruesa internándose hacia mi cueva me producía un cosquilleo muy placentero. No aguanté mis impulsos y mi mano izquierda se posó sobre sus genitales, buscando el cierre para abrirlo y liberar esa herramienta jugosa que tanto deseaba. Me dieron ganas de decirle que pare y que me haga el amor allí mismo, pero él fue mucho más rápido y con voz firme preguntó: ―¿Te gustaría ir a uno de los moteles que están a un par de kilómetros de aquí? Apenas pude balbucear un “sí” casi incoherente que me salió del alma. Le iba a poner los cuernos a mi futuro marido y en el mismo día de la boda. Hasta ese momento le había sido fiel. O mejor dicho casi fiel, porque de pronto me acordé del día en que hice el amor con mi mejor amiga. Aquel incidente no debería contabilizarse como una infidelidad, porque las dos nos hallábamos ebrias y algo necesitadas de cariño. La diferencia es que en esta ocasión no andaba en estado de embriaguez. A lo mucho algo drogada, si es que contamos el porro de marihuana que me fumé después del desayuno. Entre tanta cavilación, no advertí que en aquel momento traspasábamos el pórtico de un motel. Se notaba bien presentado, aseado y lleno de jardines y árboles. Aparcamos en una cochera que se cerró automáticamente y nos apeamos. Él abrió una puerta que daba a una habitación bien amplia, tenuemente iluminada, decorada con muchos espejos de diversos tamaños, equipada con un frigobar pequeño y un jacuzzi empotrado en una armazón de madera en una esquina. No conocía muchos moteles y con mi novio nunca fui a ninguno. Sobra decir que éste era virgen y que insistía en llegar en ese estado al matrimonio. Siempre me recordaba que el cardenal Solís y Solís le daba esa recomendación, por insólito que parezca. Eso era como si el diablo vendiera biblias, aunque rápidamente comprendí que carecía de sentido tratar de convencer a mi “noviecito” de que su consejero espiritual era sexualmente muy activo. ¿Para qué? No hay peor ciego que el que no quiere ver. Una vez que me acostumbré a las luces en semipenumbra, avancé hasta el borde de la cama y mi amante me siguió. Sus manos expertas me desvistieron mientras me besaba apasionadamente. Sería una mentirosa si dijera que no estaba gozando, a la par que mentalmente intentaba vislumbrar qué es lo que estaría haciendo mi futuro marido. La respuesta fue automática: rezando, en misa o confesándose. ¿Qué otra cosa sabía hacer el muy inútil? Menos de tres minutos después ya estaba tumbada sobre la cama recibiendo la penetración de aquel lujurioso chófer. Previamente pude observar que su verga era muy grande, más que la del jardinero que me desfloró tras unos árboles y en el jardín de mi propia casa. Jamás se lo conté a nadie. Al pobre hombre lo habrían despedido y mandado directo a la cárcel por fornicar con una chiquilla de apenas catorce años. Nadie habría entendido que yo fui la que lo sedujo, obnubilada por su miembro cuando lo veía orinar entre los arbustos. Fue una suerte que jamás quedé embarazada de él ni tampoco del profesor de matemáticas de mi colegio. Éste no me excitaba tanto, pero la necesidad de mejorar mis calificaciones hizo que cediera ante sus galanterías. ¿Qué otra alternativa me quedaba? Los números no son mi fuerte. Menos peligroso era el acoso de sor Beatriz, de la que obviamente no temía que me dejara encinta. Por eso no protestaba cuando ésta me llamaba a su oficina, con intenciones que naturalmente nada tenían que ver con lo académico. La pobre monjita me daba pena: siempre buscando a las chicas con bajo rendimiento en los estudios para que le den unos instantes de placer. Y a ninguna se le ocurría negarse, considerando que el cargo de directora le confería a sor Beatriz un gran poder sobre sus inocentes pupilas. Nadie quiere repetir el año escolar completo por no sacrificar media hora de su tiempo. Mejor me olvido del pasado, para volver a lo que estaba sucediendo en ese momento: me la estaban metiendo hasta por el agujero de la nariz. Sin darme ni cuenta me vi con el miembro viril de mi nuevo compañero dentro de mi boca, succionándoselo con fuerza y fruición. El muy cochino no se dio por satisfecho con la mamada y me penetró por detrás, causándome un dolor muy intenso al romperme el poto con su embestida. Al principio hubo sufrimiento y, de a poco, le agarré el gustito, en parte gracias a que él con su mano, y con mucha gracia, frotaba mi clítoris ardiente. En medio de lo mejor sonó un teléfono celular y era el de él. Lo supe de inmediato por el tipo de timbre que emitió. Lo increíble es que estiró la mano hasta el pantalón y extrajo de un bolsillo el aparato, sin sacar en ningún momento su verga de mis entrañas. Contestó mientras continuaba castigándome con sus embates enérgicos. Nunca me había pasado algo similar. Pude escuchar que alguien requería de su presencia y que él asentía. ¿En qué trabajaría? La última frase que pronunció fue: ―No te preocupes, que voy a estar a las ocho en punto. Unos segundos después colgó y siguió follándome con ganas. Así estuvimos una hora o más, hasta que en un determinado momento me dijo que se debía ir. El sujeto tenía, por lo que escuché, una cita a la misma hora en que me iba a casar. Salimos, pagó la cuenta con dinero en efectivo y me dejó en la estación de servicio que le pedí. Nunca dormí la tan ansiada siesta, pero sería una idiota si me quejo de eso. El placer que me dio aquel encuentro furtivo fue mil veces mejor. Tuve apenas el tiempo suficiente para ducharme, que me maquillen y me peinen. Cuando terminaron de prepararme, ya me estaba esperando afuera el vehículo que me transportaría a la iglesia. Hicimos el recorrido con rapidez para no atrasarme, y al llegar frente a la puerta del templo me esperaba mi padre para llevarme tomada del brazo hasta el altar. Al verme se acercó y, antes de tomar mi bracito, me explicó brevemente que el cardenal Solís no me iba a casar por encontrarse enfermo, y que en su lugar lo haría otro sacerdote. A mí me daba lo mismo quién lo hiciera y por mi mente pasó fugazmente la imagen del gordito postrado en cama e indigestado de tanto comer pasteles. Rectifico: su indigestión seguramente era carnal, de tanto ser “comido” por esos chiquillos que lo volvían loco. No le hice comentarios a mi padre e ingresamos a la nave central de la iglesia, acompañados por los sones de la marcha nupcial, interpretada por la orquesta filarmónica de la ciudad, presente por gestión de mi suegro. No puse mucha atención en las caras de los asistentes, pues sabía que iban a estar las mismas viejas encopetadas de siempre junto a los cornudos de sus maridos, que a su vez tendrían sus amantes también. Para qué admirarse si la humanidad es así. Avancé a paso seguro hasta llegar frente al altar y encontrarme con mi novio, ataviado con un traje que lo hacía verse ridículo. Siendo sincera, él siempre lo era. Al situarme frente al ara mayor levanté la cabeza y quise morir en ese preciso instante. Me debo haber ruborizado y, por dentro, sentí un escalofrío que recorrió mi cuerpo entero, haciendo temblar todos los rincones de mi humanidad. Si hubiese podido, habría salido corriendo y dejo todo abandonado para siempre. ¡Qué vergüenza! ¡Qué bochorno! Apreté los dientes y, gracias a eso, pude retener la compostura y el sentido de la decencia con muchísimo esfuerzo. Lo que vi frente a mis ojos fue increíble e irrepetible: el sacerdote que nos casaría era el mismo tipo con el que estuve en el motel esa misma tarde. Él no se perturbó y prosiguió impertérrito con la ceremonia nupcial. En un momento de descuido de mi novio me guiñó disimuladamente un ojo. Cuando llegue de la luna de miel voy a averiguar quién es para buscarlo y pedirle que sea mi confesor. Claro que no tengo intenciones de que me confiese en un confesionario. Para eso están los moteles. ¿No es cierto? Mi esposo no resulto ser tan apasionado aunque admito que algunas noches de la luna de miel si me dio cierto placer. Aún así al regresar tuve ciertas salidas mientras mi marido trabajaba