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  • La apuesta
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  • Era una noche de frío otoñal, las hojas caían de los árboles con ritmo incesante, las luces de de las farolas parecían perderse en la niebla y mi corazón latía a un ritmo infernal: sentía miedo. Un amigo mío y yo habíamos oído hablar de una vieja casa abandonada en el norte de la ciudad y de las cosas que sucedían en ella. Por lo visto en aquella vieja casa vivió un viejo loco que atormentaba a los niños de la ciudad, sometiéndolos a aberraciones de todo tipo y matándolos para beber su sangre y comer sus órganos. Nos miró nuevamente y nos dijo de nuevo: "Moriréis, moriréis, moriréis".
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  • Era una noche de frío otoñal, las hojas caían de los árboles con ritmo incesante, las luces de de las farolas parecían perderse en la niebla y mi corazón latía a un ritmo infernal: sentía miedo. Un amigo mío y yo habíamos oído hablar de una vieja casa abandonada en el norte de la ciudad y de las cosas que sucedían en ella. Por lo visto en aquella vieja casa vivió un viejo loco que atormentaba a los niños de la ciudad, sometiéndolos a aberraciones de todo tipo y matándolos para beber su sangre y comer sus órganos. Fue una apuesta. Decidimos ir allá a pasar la noche, sí, la maldita noche. Llegamos a las 12:00 en punto como prometimos al resto de nuestros amigos y nada más subir los primeros escalones del porche, la puerta se abrió, dándonos la bienvenida. Sentí un frío espantoso cuando entré, y la cámara de vídeo que portaba se rompió al caerse de mis manos. Ojalá se hubiese grabado para mostrarlo todo, pero me fue imposible, pues me quedé sin cámara. Solo tengo mi testimonio. Nada más entrar, se cerró la puerta de un golpe ella sola, y la casa que estaba toda desordenada cobró vida. Estábamos atrapados. Los cuadros que colgaban de las paredes eran de niños y personas siniestras, lo digo por sus caras: parecían todos mirarnos con ojos asesinos. Por intuición dimos con una puerta que daba hacia el sótano y bajamos empujados por el miedo. Había allí toda clase de tarros más grandes y más pequeños con entrañas de niños, cerebros, órganos; de repente oímos una voz: "Moriréis". Salimos hacia la parte de arriba y los cuadros cobraron vida. Los niños nos pedían auxilio y los retratos de las personas siniestras nos decían lo mismo: "Moriréis". Subimos hacia arriba, y allí estaba él esperándonos, el viejo loco de las historias que habíamos oído con tanta atención. Nos miró nuevamente y nos dijo de nuevo: "Moriréis, moriréis, moriréis". Pero caí en la cuenta de que en mi cuello colgaba un crucifico que en la primera comunión me regaló mi madre, me lo arranqué y se lo clavé en el hombro. El crucificado quemaba en las palmas de mis manos. El viejo se fue consumiendo, soltando alaridos de terror. Todo paró de repente. La casa volvió a estar desordenada y en los cuadros ya no había niños ni hombres con mirada asesina. Salimos corriendo de la casa y jamás volvimos. Dios había estado conmigo.