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  • El fusil de hierro
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  • La hija del herrero, María, iba todos los días al cementerio a arreglar las flores de una tumba,una tumba de una clara madera de pino cuyo nombre estaba escrito en una placa de hierro. El cura, acostumbrado las visitas de María, la recibía con un tierno abrazo tras abrir con suavidad la puerta y, aunque ella no lo viera, en sus ojos centelleaba un sentimiento distinto a la amistad. -Vamos, María, tienes que volver a tu casa -le susurraba el cura mirándole a los ojos con una sonrisa en los labios. -¡Por favor, enterradla!.
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  • La hija del herrero, María, iba todos los días al cementerio a arreglar las flores de una tumba,una tumba de una clara madera de pino cuyo nombre estaba escrito en una placa de hierro. El cura, acostumbrado las visitas de María, la recibía con un tierno abrazo tras abrir con suavidad la puerta y, aunque ella no lo viera, en sus ojos centelleaba un sentimiento distinto a la amistad. A ella no le fascinaban los muertos ni las tumbas, solo el hierro del que estaban hechas algunas lápidas y la puerta, pues le recordaba a la perfección con que su padre trabajaba el metal. Todos los días, María se quejaba de que la tumba de su padre no fuera de hierro. "Verá, señor", decía ella con una voz de niña que intentaba fingir el tono de un adulto, "ahora lo que hace es el hierro. Es muy chulo, y además todos esos triángulos y figuras... Es lo que decía mi padre, que el hierro era el futuro, antes de que unos hombres con escopeta le mataran. Por eso él quería una tumba de hierro"... Al terminar esa frase, las flores se le caían de las manos, y casi se podía oír, en el silencio del cementerio, el leve golpe de las flores al topar el frío suelo. Mientras, con sus ágiles dedos, el cura le acariciaba el cabello como si se tratase de los pétalos de una rosa y, con la otra mano, cogía las flores del suelo con la misma rapidez con que quemaba el incenso o preparaba los utensilios de la misa. Luego la sujetaba a María con sus brazos, y le decía en un susurro "duerme, preciosa, duerme". Ella le pedía que la soltara, unas veces el cura seguía consolándola, otras la dejaba, envolviéndola con una manta, porque sabía que entonces tenía que dejarla dormir y ella se quedaba dormida en el cementerio. María, la hija de un herrero que murió durante la Guerra Civil Española por el disparo de un fusil, dice que su padre murió el mismo día del aniversario de la construcción de la Torre de París. Su madre también perdió la vida en la guerra pero por la tuberculosis, y ella no tenía hermanos. Ella, en secreto, hacía esculturas con cualquier trozo de hierro que encontraba, y sabía leer lo que las líneas y el brillo mate del metal querían decir. Muchas de ellas le recordaban a sus padres, y al levantamiento de Franco, a la destrucción de España... El único verdadero amigo que tenía María era el cura que vivía encerrado en el cementerio, a un kilómetro del pueblo. Cada día venía al cementerio corriendo, sin mirar atrás, atravesando un denso pantano. No parecía temer la muerte, ni a ese hombre calvo y enclenque, el cura del pueblo, un hombre que en cierta forma jugaba con los muertos. Cualquiera podría creer que al llegar frente a la tumba ella se desplomaba, pero en realidad se tranquilizaba. A veces, en las noches en las que se quedaba a dormir en el cementerio, soñaba que la débil luz de la vela que había junto a ella iluminaba a su padre, despertándose de la tumba y caminando hacia ella, con una pequeña Torre de París en la mano, susurrándole "mira, María, como se refleja la tierra y el mar en el metal y en la muerte". De repente, María se despertaba gritando y un brazo le acariciaba suavemente: -Vamos, María, tienes que volver a tu casa -le susurraba el cura mirándole a los ojos con una sonrisa en los labios. Algunos días María llegó a creer que no estaba soñando, sino que su vida entera era un sueño. Quién sabe, a lo mejor todos estamos dormidos, quizá la muerte es un largo sueño. Como le pasaba a todas las personas, llegó el día en que María tenía que morir, y el cura lo sabía, la hija de un republicano, el herrero del pueblo, alguien que en realidad ocultaba con ese trabajo su identidad: ella, aunque inocente, debía morir por orden de Franco. Ese día, María notó que había un extraño silencio en el pueblo, y que las personas le miraban con compasión. Lo comprendió al instante. Salió corriendo del pueblo, y en poco tiempo llegó al cementerio en el momento justo para oír como los disparos de los fusiles rasgaban el velo de paz del camposanto. Lo primero que vio María fue la bata negra del cura manchada de sangre. Ella tuvo tiempo de levantar la cabeza y observar que había unos hombres con fusiles en las manos alrededor de él; y además, sorprendida, pudo ver que al lado de la tumba de su padre, de clara madera de pino, había un ataúd más pequeño, hecho con un elegante hierro. El cura intentó levantarse, recogiéndose los intestinos del suelo; y, antes de que los hombres dispararan, reunió sus últimas fuerzas y gritó: -¡Por favor, enterradla!. María se percató, entonces, de que los fusiles también estaban hechos de hierro. Todavía hoy, María sigue durmiendo en el cementerio, asesinada por el hierro.